Antes de que salga a la venta Blue Bayou y otros relatos negros, subo el relato que publiqué en el libro de la Escuela de Escritores junto con varios compañeros de los cursos y mucho más alumnos, porque ya casi va a tener categoría de "antiguo". Sobre este libro ya hablé en otra entrada (http://elarcondelasmilcosas.blogspot.com.es/2013/06/queda-la-musica.html). Espero que os guste.
La
sonrisa
Yolanda Gil Jaca
Tarragona
Lo que soy hoy, es el reflejo de lo que viví ayer.
Gracias
Papá, Mamá, Eva y David.
Allí
estaba yo, acorralada y asustada en el fondo de una tienda. El guía nos lo
había dicho al principio en la puerta del hotel: “Que nadie se separe del
grupo. Si os interesa algo de alguna tienda, me lo decís. El zoco es como un
laberinto y podéis perderos”. Y ahora me
lamentaba de no haberle hecho caso. No tenía ni idea de en qué parte de aquel
entramado de callejuelas que era la medina de Marrakech me encontraba.
Llevábamos callejeando un buen rato entre toldos de los que colgaban bolsos y
cinturones con su fuerte olor a piel o chilabas de colores ocres o verdes con
bordados.
Cuando
todos nos habíamos parado a admirar los instrumentos musicales de un artesano,
mis ojos se desviaron a una tienda situada un poco más allá. El olor a serrín,
a madera recién cortada que desprendía y que había llegado hasta mí, me
hipnotizó, me recordó el de la carpintería de mi abuelo. Cogí de la mano a Pedro,
uno de mis amigos, y fuimos a mirar. Un ajedrez, hecho de madera oscura y clara,
expuesto en el rudimentario escaparate, me atrajo en cuanto lo vi. Tenía un
cajoncito para las piezas situado entre las cuatro patas, bajo el tablero. El tipo
que atendía el negocio nos invitó a entrar: “Dentro más ajedrez”. Pasamos y me
indicó un pasillo, detrás del pequeño taller. Allí había más, de otros tamaños.
Me dejó pasar a mí primero, con cortesía. Mientras, Pedro se dedicó a
curiosear. Elegí uno no muy grande, pregunté el precio y regateamos un poco.
Cuando por fin nos pusimos de acuerdo, saqué un billete grande. “No tiene cambio”,
me dijo. Tampoco Pedro tenía billetes más pequeños.
Mi
amigo salió de la tienda a pedir cambio al resto del grupo. Miré al vendedor y
él me devolvió una sonrisa de dientes amarillentos que, aunque parecía cordial,
me hizo sentir un escalofrío. Entonces me di cuenta de que entre la salida y yo,
aparte de haber miles de objetos apilados o en estantes que formaban un pequeño
dédalo insalvable, estaba él cerrándome el paso. En ese momento me pareció una
distancia enorme. Forcé una sonrisa educada. El hombre empezó a acercarse a mí,
hablando y ofreciéndome otros objetos: “También khol, para ojos bonitos”. A
medida que se aproximaba, yo iba retrocediendo por el pasillito hacia el fondo
de la tienda y rechazando amablemente sus ofertas: “No, gracias, sólo el
ajedrez”. Yo no hacía otra cosa que mirar hacia la puerta, insistentemente,
esperando que Pedro volviera a entrar con el dinero. Empecé a sentir que me
faltaba el aire, el calor, el agobio de tanto objeto a mi alrededor y aquel sujeto
que cada vez estaba más cerca. En un momento dado, mi espalda se topó con la
pared del fondo y las herramientas que había colgadas tintinearon al apoyarme
en ellas. Miré a derecha e izquierda y no había salida, una ola de calor me
subió de repente desde los pies hasta las mejillas. Entonces vino hacia mí, sin
dejar de sonreírme y vi sus ojos negros recorrerme de arriba a abajo. Sin darme
tiempo a reaccionar, se me echó encima, abrazándome de modo que yo no podía
mover los brazos. El ajedrez se cayó de mis manos, se abrió el cajoncito y
algunas piezas saltaron fuera y rodaron por el suelo. Por un segundo me quedé
sin aliento. Me puse rígida como una tabla. Él cerró los ojos y empezó a
recitar una letanía, una especie de rezo susurrado, ininteligible para mí. Apretó
su cuerpo contra el mío y noté en mi pelvis su miembro empinado. El estómago se
me encogió y pensé que iba a vomitar el té que habíamos tomado momentos antes. Intenté
apartarme, era imposible. Mientras se frotaba contra mí, me invadió su olor
corporal, fuerte, a sudado, ya no sentía el olor a serrín y madera del
principio. Y aunque peleaba por soltarme, fui incapaz de pedir ayuda; tenía la
boca seca y algo en mi garganta me impedía hablar. Entonces me di cuenta de que
iba a besarme, giré la cabeza, cerré los ojos, apreté los labios y contuve la
respiración. Puso su boca en mi mejilla y sonó el beso. Pareció sorprenderse de
no habérmelo dado en la boca porque aflojó el abrazo. Entonces reaccioné por
fin, me solté, le di un fuerte empujón y él se tambaleó hacia una de las
estanterías. Salté como pude por encima de sus piernas y empecé a llamar a mi
amigo: “¡Pedro, Pedro!”, mientras salía despavorida de la tienda haciendo caer
algunos objetos a mi paso.
En
la calle, el gentío iba y venía, ajeno a lo que pasaba dentro de cada negocio.
Entre ellos, por fin, apareció Pedro que me preguntó sorprendido: “¿Ya has
pagado?”. Me temblaba todo el cuerpo y las piernas apenas me tenían. Mientras
le explicaba atropelladamente lo que me había pasado y le culpaba por haberme
dejado sola en la tienda, los demás se reunieron con nosotros. El guía me riñó
por salirme del grupo, era lo que me faltaba y rompí a llorar. Entonces me tocaron
el hombro y a mi espalda oí: “Ajedrez”. Me giré y vi al tipo de la tienda. Increíble,
tenía la poca vergüenza de querer vendérmelo después de lo que había intentado.
Llena de rabia le grité: “¡Vete a la mierda! ¡No lo quiero!”, gesticulando para
que de una manera u otra entendiera mi mensaje. Nuestro guía se puso a hablar
con él. Intercambiaron unas pocas frases en su idioma y cogió la bolsa con el
ajedrez. El de la tienda se marchó, pero antes me dedicó una última sonrisa en
la que, sorprendida, percibí ternura y agradecimiento. El guía me tendió la
bolsa y me dijo: “Te lo regala”.
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