Este es un ejercicio del curso de escritura que estoy haciendo en este momento.
Víctor estaba a punto de echarse a llorar,
pero no lo haría delante de Juan. Llegaron
al patio y Juan abrió la puerta del cuarto de las ratas. Desde que vivían en
casa de Juan, siempre le había amenazado con meterle allí si se portaba mal.
Alguna vez había querido asomarse y ver qué había detrás de esa puerta que
cerraba el hueco de las escaleras. Intentaba imaginarse que había más escaleras
que llevaban a un pasadizo secreto desde el que se llegaba a un laberinto en el
que podía encontrarse un tesoro o, quizás, había una puerta para viajar al
pasado y convertirse en un pirata. Pero no se había atrevido nunca a hacerlo,
porque le daba miedo pensar en las ratas que daban nombre al cuarto. A ellas se
las imaginaba grandes, con una cola larga y gruesa y unos dientes listos para
devorarlo.
Juan puso la palma de la mano sobre la
espalda del pequeño y trató de hacerlo entrar. Víctor clavó sus pies al suelo
para no moverse:
—¡Te he dicho que entres! —le dio un fuerte
empujón.
Víctor
entró a trompicones en el cuartucho y Juan cerró la puerta. Se oyó el chirrido
del pestillo cuando Juan lo echó. El cuarto estaba oscuro. Víctor cerró los
ojos con fuerza y se mordió el labio inferior. Escuchó los pasos de Juan por
encima de su cabeza. Notó que le caía encima algo, serrín de las viejas
escaleras de madera. Volvió a abrir los ojos y se echó a llorar. Sintió las
lágrimas cayéndole, calientes y gruesas, por los mofletes. Se pasó la mano para
secárselas. El cuarto olía a tierra húmeda. Oyó que el volumen de la televisión
subía, seguramente Juan así tenía excusa, diría que no había oído que le
llamaba. No podía dejar de llorar, él no había hecho nada, no era culpa suya
que lloviera al salir del cole y se mojara. ¿Por qué le castigaba? Y su madre
se pondría triste con él porque bien claro le había dejado que no hiciera
enfadar a Juan, que ella le quería mucho y que si no se llevaban bien, le daría
mucha pena.
Imagen tomada de www.sos-mama.com |
Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando
a la poca luz que entraba por la gatera recortada en la puerta. Aún así, no
conseguía distinguir nada con los ojos llenos de lágrimas. Volvió a frotarse
bien, hasta que se secó del todo los ojos, y empezó a fijarse en lo que había
en el cuarto de las ratas. A parte de la madera de las escaleras que hacían de
techo cada vez más bajo, en la pared había varios clavos de los que colgaban
algunas herramientas: punzones, destornilladores, una guadaña de mango corto,…
que Víctor no había visto nunca. En el suelo, casi al fondo del cuarto, había
varios sacos de arpillera apilados medio llenos y cerrados con trozos de cuerda.
Fue a acercarse a ellos cuando sintió en su cara el roce de algo: ¡una
telaraña! Se le escapó un grito y empezó a pasarse las manos por la cara y el
pelo insistentemente para quitarse los restos. Se esforzó por ver mejor, por si
la araña estaba por ahí, pero no vio nada. Con una mano por delante, barriendo
el espacio que tenía ante sí, y medio agachado, Víctor volvió a ir hacia los
sacos: ¿qué tendría guardado ahí Juan? Arrastraba los pies por si había alguna
cosa tirada en el suelo. De repente, tropezó con algo que se movió un poco más
allá, al recibir la leve patada. Víctor se agachó y lo tomó. Se lo acercó para
verlo bien. Era un cepo para ratones. Había uno atrapado. De la impresión, soltó
la trampa con asco y se cayó hacia atrás, se quedó sentado. Fue a apoyar las
manos en el suelo para levantarse, cuando noto algo. Palpó, era una argolla.
Se arrodilló para mirarla mejor. Estaba medio
enterrada. Rascó con las uñas la tierra y el polvo que se habían acumulado a lo
largo del tiempo en el surco. Intentó varias veces levantarla, pero iba dura.
Arañó un poco más el suelo, volvió a tirar de la argolla y, por fin, consiguió
sacarla del surco. Palpó alrededor para saber a qué estaba enganchada la anilla.
Era una trampilla de madera, una puerta incrustada en el suelo. Se acordó de
las herramientas que Juan tenía colgadas en la pared. Cogió una larga y
puntiaguda y rascó todo el borde de la trampilla. Después usó otro un poco más
grueso para hacer palanca, ya que primero había querido hacerlo tirando de la
anilla. La puerta se movió. Sacando toda la fuerza que tenía, consiguió
levantarla.
Una corriente de aire frío y húmedo subió
desde el agujero oscuro que acababa de quedar a la vista. Víctor se quedó sin
respiración: ¡la entrada del laberinto! Se levantó y se dio un golpe en la
cabeza, porque allí no había suficiente altura. Se pusó la mano donde se
acababa de golpear y levantó el pie derecho con intención de empezar a bajar.
Pero, frenó, quizás era mejor comprobar primero que había escalera con la mano.
¿Y si al meter la mano, algo le cogía y lo arrastraba dentro? ¿Y si era un
pozo? ¿Y si Juan tenía allí metidos a otros niños que se habían portado mal
antes que él? Con cuidado, tapó el agujero de nuevo, no diría nada a nadie y
decidió que a la primera ocasión que tuviera, entraría allí y, con una
linterna, se asomaría de nuevo al agujero.
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