domingo, 23 de enero de 2022

IL NONNO RIPARATUTTO

 


Fue herrero y un manitas, aunque él decía que era un chapuzas. Para Ruth y Judith era "il nonno riparatutto", "el abuelo arreglatodo", porque, cuando eran pequeñas y se nos estropeaba algo, siempre decían: "Llama a Tito Jesús y que venga a arreglarlo". Así era, valía para un roto y para un descosido y siempre estaba disponible. Libreta, metro y boli en mano. Hacía su croquis, sus cuentas y ya. Si la vida le hubiera brindado la oportunidad, habría terminado de estudiar la formación profesional nocturna y quién sabe...

Lo que más hemos oído desde que falta es que fue un buen hombre, discreto y trabajador. Un ejemplo para nosotros. Nos quiso, aunque no nos lo dijera. Jamás nos levantó la voz, por mal que nos portáramos. Rara vez criticaba a nadie y, si lo hacía, era porque se había llevado una decepción muy grande. Y trabajó todas las horas y más para sacarnos adelante y para que estudiáramos y no tuviéramos que arrastrar hierros como él, decía. Primero en la fábrica en Egia y después como socio del taller en Martutene. En San Sebastián había metros y metros de barandillas y cientos de persianas de tiendas puestas por él y sus compañeros. Y restauraron la barandilla de la Concha y también las esculturas del Peine del Viento.

Con la jubilación llegó el tiempo libre que llenó saliendo a andar (solo, con Mamá, con su amigo Leo o empujando la sillita de uno de sus seis nietos), leyendo (daba igual lo grueso que fuera el libro) o haciendo sopas de letras o cruzadas. Las excursiones, los viajes (hasta Argentina y Turquía) y las salidas al monte con los amigos...

Tenía la piel muy blanca, el pelo lleno de canas y los ojos azules, casi grises. Además, tenía las piernas, las cañablas que las llamaba él, arqueadas. Por eso en México lo confundían con un gringo. Las manos, rasposas, de herrero que no usó guantes hasta los últimos años de su vida laboral, simplemente porque entonces no se usaban. "¡Quita, que me estropeas las medias!", le decía Mamá cuando se las pasaba por las piernas. Unas manos que, desde que la enfermedad entró por la puerta de casa y el tiempo y las ganas de seguir haciendo huerto o de hacer chapucillas se escaparon por la ventana, se volvieron suaves.

Seis semanas y un día después de que se fuera Mamá, te fuiste tú. No nos habíamos recuperado de un golpe, que tuvimos que encajar otro. Ahora estaréis juntos otra vez, saldréis a dar una vuelta y, cuando le acaricies la pierna, no le estropearás las medias. Y al volver del paseo, ella se sentará a hacer vainicas y tú a hacer sopas de letras. Descansad y echadnos un ojo desde allí. Te quiero.