El viernes llegó a mis manos el libro Un cielo propio, antología de literatura breve, el libro de los alumnos (y profesores) de la Escuela de Escritores en el que he tenido la osadía de participar de nuevo este año. Entro los relatos de 151 alumnos y algún profesor (creo que he contado bien) está el mío, Ulises en dos mundos. Lo escribí en febrero, un mes la mar de prolífico, ya lo conté en los posts anteriores, y es un homenaje a cómo se sienten muchas veces las personas que tuvieron que moverse de su ciudad o país de origen por los motivos que sean. Y los que nunca se han movido del lugar que los vio nacer, difícilmente comprenden. Sí, hay parte de autobiográfico, claro, yo también dejé Ítaca y he anclado mi navío en varias Troyas.
ulises EN DOS
MUNDOS
Yolanda Gil
Jaca
Tarragona,
España
A los de aquí y los de allá.
Que nunca conozcáis la soledad ni la
decepción.
ulises
EN DOS MUNDOS
Me vi empujado a dejar Ítaca, así que puse
mis sueños en la mochila y partí más allá de las fronteras en busca del futuro.
Atrás quedaron mi familia, mis amigos y mi pasado. Cosas que pensé que
recuperaría si algún día volvía y que quedaron en mi memoria, congeladas. La
mayoría prometió viajar a Troya a verme, pero ahora he comprendido que todo se
debió al entusiasmo que tienen las despedidas: grandes planes que luego nadie
llevó a cabo.
Cuando llegué al destino todo me
pareció maravilloso, un mundo nuevo se abría ante mí y traté por todos los
medios de adaptarme, de mezclarme con sus gentes y comportarme como uno de
ellos. Otros emigrantes quisieron acogerme en sus grupos, pero temí acabar en
una especie de gueto, en una isla itacense impermeable a la cultura troyana, y terminar
excluido. Además, sabía que en esas reuniones acabaríamos hablando de nuestro origen,
dejaríamos brotar sin vergüenza nuestra añoranza y celebraríamos las fiestas y
tradiciones de la tierra que dejamos. Eso no me atraía demasiado, pero accedí, aunque
dentro de unos límites, yo decidía cuándo.
Reconozco que el principio fue duro,
me sentí solo, lejos de los míos y sin nadie en quien apoyarme. Pasado el plazo
prudencial en el que uno se protege para no abrir la puerta al primero que se
presenta, comencé a hacer amistades y a dar confianza a las personas que creí
que valían la pena. Cuando me invitaban a una cena o a salir, contaba las
horas, y durante el encuentro daba lo mejor de mí mismo para que volvieran a
pensar en mí. Pero al parecer, pasada la novedad del itacense recién llegado,
visto como alguien diferente al que preguntarle por la crisis que asolaba Ítaca,
sus costumbres y la famosa gastronomía itacense, la gente empezó a espaciar sus
invitaciones. Y descubrí que también los troyanos tenían momentos de entusiasmo
y efervescencia en los que se lanzaban a organizar salidas al monte, comidas,
cenas o lo que fuera. Y yo, ingenuo, me apuntaba de buen grado a todo. Sin
embargo, a la hora de la verdad, esa efervescencia inicial iba perdiendo fuerza
a medida que pasaban las horas o los días y la mayor parte de todos esos planes
se convertían en humo. En ocasiones, yo mismo los convocaba y el quórum inicial
era alto pero luego iba cayendo para al final oírme un “lo dejamos para otro
día que pueda más gente, ¿de acuerdo?”. Y ese otro día, nunca llegaba. Para
ellos, que tenían sus vidas hechas antes de que yo llegara, estos cambios de
última hora no parecían tener importancia. Yo sólo era una pieza nueva difícil
de encajar. Incluso llegué a sentirme culpable, nadie me obligaba a embarcarme
en sus planes, y me los tomaba demasiado en serio. ¿Daba importancia a algo que
no la tenía? No lo creo.
Cada plan anulado me decepcionaba más.
Llegaba el fin de semana y me sentía más solo que nunca ya que todos tenían
planes con sus familias o sus amigos de siempre. Yo eso lo respetaba, pero me
hubiera gustado que también respetaran los planes que habían hecho al principio
conmigo. Yo era un mendigo invisible porque nadie parecía ser consciente de mi
soledad y saltaba de alegría cuando alguien se dignaba a echarme una moneda de
compañía.
Además, volver a Ítaca era cada vez
más difícil. Como en “Los siete mensajeros” de Buzzati, las noticias que me
llegaban eran cada vez menos frecuentes, más breves y se referían en más
ocasiones a caras y nombres que yo había empezado a olvidar. Cuando tuve la
oportunidad de volver, me di cuenta de que todo lo que había dejado en Ítaca
había cambiado y poco tenía que ver con lo que mi memoria había retenido. La
gente había seguido sus vidas sin mí y cuanto más tiempo llevaba ausente, menos
tiempo podían dedicar para vernos y conversar. En Ítaca mi gente había dejado
de echarme de menos poco a poco.
En Troya era el itacense y en Ítaca,
el troyano. Conocía dos mundos y no pertenecía a ninguno. Aunque yo me había
engañado pensando que me desenvolvía en los dos. Me di cuenta de que, cuando
llegué a Troya, nadie me esperaba, y de que al irme de Ítaca, mis huellas las
había ido borrando el tiempo.
Después de muchas desilusiones, de que
tantos planes se cancelaran en el último momento, acabé aceptando que yo era
uno más y que los troyanos no me valoraban como amigo en la misma medida que yo
a ellos. Me volví huraño y antipático, aposta. Me convencí de que la soledad no
era tan desagradable y de que tenía sus ventajas. Pasaba los fines de semana
encerrado en casa, decidí dejar de mendigar. Prefería que los demás me
invitaran, decirles que sí y después que no, que tenía otros planes. Para que
supieran lo que era el rechazo. Aunque en lo más hondo de mi ser deseara salir
y supiera que de nada servía mentir, pues ellos ni se percataban, y no tendrían
problema para encontrar otro quehacer.
Hoy soy un apátrida amargado, lo sé.
El raro de la familia que ya no ha vuelto más al hogar, así no tengo que
mendigar tampoco momentos de mis viejos amigos. “Tengo un perro y no es tan
sencillo viajar con él”. Es mi excusa. No soy ni de aquí ni de allí ni tengo
nadie a quien llamar amigo, salvo a ese perro que en realidad nunca he tenido.
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