lunes, 15 de junio de 2015

Ulises en dos mundos

      El viernes llegó a mis manos el libro Un cielo propio, antología de literatura breve, el libro de los alumnos (y profesores) de la Escuela de Escritores en el que he tenido la osadía de participar de nuevo este año. Entro los relatos de 151 alumnos y algún profesor (creo que he contado bien) está el mío, Ulises en dos mundos. Lo escribí en febrero, un mes la mar de prolífico, ya lo conté en los posts anteriores, y es un homenaje a cómo se sienten muchas veces las personas que tuvieron que moverse de su ciudad o país de origen por los motivos que sean. Y los que nunca se han movido del lugar que los vio nacer, difícilmente comprenden. Sí, hay parte de autobiográfico, claro, yo también dejé Ítaca y he anclado mi navío en varias Troyas.



ulises EN DOS MUNDOS
Yolanda Gil Jaca
Tarragona, España
A los de aquí y los de allá.
Que nunca conozcáis la soledad ni la decepción.

ulises EN DOS MUNDOS

Me vi empujado a dejar Ítaca, así que puse mis sueños en la mochila y partí más allá de las fronteras en busca del futuro. Atrás quedaron mi familia, mis amigos y mi pasado. Cosas que pensé que recuperaría si algún día volvía y que quedaron en mi memoria, congeladas. La mayoría prometió viajar a Troya a verme, pero ahora he comprendido que todo se debió al entusiasmo que tienen las despedidas: grandes planes que luego nadie llevó a cabo.
Cuando llegué al destino todo me pareció maravilloso, un mundo nuevo se abría ante mí y traté por todos los medios de adaptarme, de mezclarme con sus gentes y comportarme como uno de ellos. Otros emigrantes quisieron acogerme en sus grupos, pero temí acabar en una especie de gueto, en una isla itacense impermeable a la cultura troyana, y terminar excluido. Además, sabía que en esas reuniones acabaríamos hablando de nuestro origen, dejaríamos brotar sin vergüenza nuestra añoranza y celebraríamos las fiestas y tradiciones de la tierra que dejamos. Eso no me atraía demasiado, pero accedí, aunque dentro de unos límites, yo decidía cuándo.
Reconozco que el principio fue duro, me sentí solo, lejos de los míos y sin nadie en quien apoyarme. Pasado el plazo prudencial en el que uno se protege para no abrir la puerta al primero que se presenta, comencé a hacer amistades y a dar confianza a las personas que creí que valían la pena. Cuando me invitaban a una cena o a salir, contaba las horas, y durante el encuentro daba lo mejor de mí mismo para que volvieran a pensar en mí. Pero al parecer, pasada la novedad del itacense recién llegado, visto como alguien diferente al que preguntarle por la crisis que asolaba Ítaca, sus costumbres y la famosa gastronomía itacense, la gente empezó a espaciar sus invitaciones. Y descubrí que también los troyanos tenían momentos de entusiasmo y efervescencia en los que se lanzaban a organizar salidas al monte, comidas, cenas o lo que fuera. Y yo, ingenuo, me apuntaba de buen grado a todo. Sin embargo, a la hora de la verdad, esa efervescencia inicial iba perdiendo fuerza a medida que pasaban las horas o los días y la mayor parte de todos esos planes se convertían en humo. En ocasiones, yo mismo los convocaba y el quórum inicial era alto pero luego iba cayendo para al final oírme un “lo dejamos para otro día que pueda más gente, ¿de acuerdo?”. Y ese otro día, nunca llegaba. Para ellos, que tenían sus vidas hechas antes de que yo llegara, estos cambios de última hora no parecían tener importancia. Yo sólo era una pieza nueva difícil de encajar. Incluso llegué a sentirme culpable, nadie me obligaba a embarcarme en sus planes, y me los tomaba demasiado en serio. ¿Daba importancia a algo que no la tenía? No lo creo.
Cada plan anulado me decepcionaba más. Llegaba el fin de semana y me sentía más solo que nunca ya que todos tenían planes con sus familias o sus amigos de siempre. Yo eso lo respetaba, pero me hubiera gustado que también respetaran los planes que habían hecho al principio conmigo. Yo era un mendigo invisible porque nadie parecía ser consciente de mi soledad y saltaba de alegría cuando alguien se dignaba a echarme una moneda de compañía.
Además, volver a Ítaca era cada vez más difícil. Como en “Los siete mensajeros” de Buzzati, las noticias que me llegaban eran cada vez menos frecuentes, más breves y se referían en más ocasiones a caras y nombres que yo había empezado a olvidar. Cuando tuve la oportunidad de volver, me di cuenta de que todo lo que había dejado en Ítaca había cambiado y poco tenía que ver con lo que mi memoria había retenido. La gente había seguido sus vidas sin mí y cuanto más tiempo llevaba ausente, menos tiempo podían dedicar para vernos y conversar. En Ítaca mi gente había dejado de echarme de menos poco a poco.
En Troya era el itacense y en Ítaca, el troyano. Conocía dos mundos y no pertenecía a ninguno. Aunque yo me había engañado pensando que me desenvolvía en los dos. Me di cuenta de que, cuando llegué a Troya, nadie me esperaba, y de que al irme de Ítaca, mis huellas las había ido borrando el tiempo.
Después de muchas desilusiones, de que tantos planes se cancelaran en el último momento, acabé aceptando que yo era uno más y que los troyanos no me valoraban como amigo en la misma medida que yo a ellos. Me volví huraño y antipático, aposta. Me convencí de que la soledad no era tan desagradable y de que tenía sus ventajas. Pasaba los fines de semana encerrado en casa, decidí dejar de mendigar. Prefería que los demás me invitaran, decirles que sí y después que no, que tenía otros planes. Para que supieran lo que era el rechazo. Aunque en lo más hondo de mi ser deseara salir y supiera que de nada servía mentir, pues ellos ni se percataban, y no tendrían problema para encontrar otro quehacer.

Hoy soy un apátrida amargado, lo sé. El raro de la familia que ya no ha vuelto más al hogar, así no tengo que mendigar tampoco momentos de mis viejos amigos. “Tengo un perro y no es tan sencillo viajar con él”. Es mi excusa. No soy ni de aquí ni de allí ni tengo nadie a quien llamar amigo, salvo a ese perro que en realidad nunca he tenido.

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