martes, 17 de septiembre de 2013

La sonrisa

Antes de que salga a la venta Blue Bayou y otros relatos negros, subo el relato que publiqué en el libro de la Escuela de Escritores junto con varios compañeros de los cursos y mucho más alumnos, porque ya casi va a tener categoría de "antiguo". Sobre este libro ya hablé en otra entrada (http://elarcondelasmilcosas.blogspot.com.es/2013/06/queda-la-musica.html). Espero que os guste.
La sonrisa
Yolanda Gil Jaca
Tarragona
Lo que soy hoy, es el reflejo de lo que viví ayer.
Gracias Papá, Mamá, Eva y David.

Allí estaba yo, acorralada y asustada en el fondo de una tienda. El guía nos lo había dicho al principio en la puerta del hotel: “Que nadie se separe del grupo. Si os interesa algo de alguna tienda, me lo decís. El zoco es como un laberinto y podéis perderos”.  Y ahora me lamentaba de no haberle hecho caso. No tenía ni idea de en qué parte de aquel entramado de callejuelas que era la medina de Marrakech me encontraba. Llevábamos callejeando un buen rato entre toldos de los que colgaban bolsos y cinturones con su fuerte olor a piel o chilabas de colores ocres o verdes con bordados.
Cuando todos nos habíamos parado a admirar los instrumentos musicales de un artesano, mis ojos se desviaron a una tienda situada un poco más allá. El olor a serrín, a madera recién cortada que desprendía y que había llegado hasta mí, me hipnotizó, me recordó el de la carpintería de mi abuelo. Cogí de la mano a Pedro, uno de mis amigos, y fuimos a mirar. Un ajedrez, hecho de madera oscura y clara, expuesto en el rudimentario escaparate, me atrajo en cuanto lo vi. Tenía un cajoncito para las piezas situado entre las cuatro patas, bajo el tablero. El tipo que atendía el negocio nos invitó a entrar: “Dentro más ajedrez”. Pasamos y me indicó un pasillo, detrás del pequeño taller. Allí había más, de otros tamaños. Me dejó pasar a mí primero, con cortesía. Mientras, Pedro se dedicó a curiosear. Elegí uno no muy grande, pregunté el precio y regateamos un poco. Cuando por fin nos pusimos de acuerdo, saqué un billete grande. “No tiene cambio”, me dijo. Tampoco Pedro tenía billetes más pequeños.
Mi amigo salió de la tienda a pedir cambio al resto del grupo. Miré al vendedor y él me devolvió una sonrisa de dientes amarillentos que, aunque parecía cordial, me hizo sentir un escalofrío. Entonces me di cuenta de que entre la salida y yo, aparte de haber miles de objetos apilados o en estantes que formaban un pequeño dédalo insalvable, estaba él cerrándome el paso. En ese momento me pareció una distancia enorme. Forcé una sonrisa educada. El hombre empezó a acercarse a mí, hablando y ofreciéndome otros objetos: “También khol, para ojos bonitos”. A medida que se aproximaba, yo iba retrocediendo por el pasillito hacia el fondo de la tienda y rechazando amablemente sus ofertas: “No, gracias, sólo el ajedrez”. Yo no hacía otra cosa que mirar hacia la puerta, insistentemente, esperando que Pedro volviera a entrar con el dinero. Empecé a sentir que me faltaba el aire, el calor, el agobio de tanto objeto a mi alrededor y aquel sujeto que cada vez estaba más cerca. En un momento dado, mi espalda se topó con la pared del fondo y las herramientas que había colgadas tintinearon al apoyarme en ellas. Miré a derecha e izquierda y no había salida, una ola de calor me subió de repente desde los pies hasta las mejillas. Entonces vino hacia mí, sin dejar de sonreírme y vi sus ojos negros recorrerme de arriba a abajo. Sin darme tiempo a reaccionar, se me echó encima, abrazándome de modo que yo no podía mover los brazos. El ajedrez se cayó de mis manos, se abrió el cajoncito y algunas piezas saltaron fuera y rodaron por el suelo. Por un segundo me quedé sin aliento. Me puse rígida como una tabla. Él cerró los ojos y empezó a recitar una letanía, una especie de rezo susurrado, ininteligible para mí. Apretó su cuerpo contra el mío y noté en mi pelvis su miembro empinado. El estómago se me encogió y pensé que iba a vomitar el té que habíamos tomado momentos antes. Intenté apartarme, era imposible. Mientras se frotaba contra mí, me invadió su olor corporal, fuerte, a sudado, ya no sentía el olor a serrín y madera del principio. Y aunque peleaba por soltarme, fui incapaz de pedir ayuda; tenía la boca seca y algo en mi garganta me impedía hablar. Entonces me di cuenta de que iba a besarme, giré la cabeza, cerré los ojos, apreté los labios y contuve la respiración. Puso su boca en mi mejilla y sonó el beso. Pareció sorprenderse de no habérmelo dado en la boca porque aflojó el abrazo. Entonces reaccioné por fin, me solté, le di un fuerte empujón y él se tambaleó hacia una de las estanterías. Salté como pude por encima de sus piernas y empecé a llamar a mi amigo: “¡Pedro, Pedro!”, mientras salía despavorida de la tienda haciendo caer algunos objetos a mi paso.
En la calle, el gentío iba y venía, ajeno a lo que pasaba dentro de cada negocio. Entre ellos, por fin, apareció Pedro que me preguntó sorprendido: “¿Ya has pagado?”. Me temblaba todo el cuerpo y las piernas apenas me tenían. Mientras le explicaba atropelladamente lo que me había pasado y le culpaba por haberme dejado sola en la tienda, los demás se reunieron con nosotros. El guía me riñó por salirme del grupo, era lo que me faltaba y rompí a llorar. Entonces me tocaron el hombro y a mi espalda oí: “Ajedrez”. Me giré y vi al tipo de la tienda. Increíble, tenía la poca vergüenza de querer vendérmelo después de lo que había intentado. Llena de rabia le grité: “¡Vete a la mierda! ¡No lo quiero!”, gesticulando para que de una manera u otra entendiera mi mensaje. Nuestro guía se puso a hablar con él. Intercambiaron unas pocas frases en su idioma y cogió la bolsa con el ajedrez. El de la tienda se marchó, pero antes me dedicó una última sonrisa en la que, sorprendida, percibí ternura y agradecimiento. El guía me tendió la bolsa y me dijo: “Te lo regala”.

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